miércoles, 11 de marzo de 2009

Enseñazas socialistas de nuestros pueblos originarios

Por: Rafael Pompilio Santeliz - APORREA.org

  
   

Frente a la ilegitimidad o crisis civilizatoria de occidente, emergen las civilizaciones ocultas que durante años de opresión han aprendido resistiendo. En el imposible esquivo intercultural han modificado sus imaginarios, costumbres y formas de vida, pero también han crecido en dignidad. El camino hacia una reconstrucción de la dignidad del ser humano permite vislumbrar horizontes civilizatorios de mayor altura, correspondientes al trazado de una nueva era histórica

Estos pueblos construyen sus derechos ciudadanos que se encontraban secuestrados por los “usos y costumbres” del poder. En ellos se encuentran lecciones milenarias de resistencia que implican necesariamente el silencio, el secreto y la clandestinidad ya reseñada en el mismo Popol Vuh. El silencio al hablar con extraños sobre su situación actual es una estrategia de sobrevivencia que ha sido largamente empleada por los mayas. El silencio se ha convertido en una afirmación de la identidad y un capital simbólico con el que los grupos subalternos construyen frágiles defensas respecto a los centros de poder. La táctica del silencio implica también, asumir una actitud de no colocarse al nivel del otro, dejarlo que se embriague y ahogue en el mismo jugo de sus contradicciones. Incólume ante los deseos y maneras de ser de una patología ajena y occidental. Esto tiene que ver con haber concebido o sentirse parte de un proyecto de larga duración histórica.

Lo que se observa en las llamadas comunidades en resistencia, es que los indígenas en vez de racionalizar la violencia, buscan otros sentidos mediante la creatividad y la imaginación en las estrategias cotidianas de reconstrucción. Parte de su identidad se reconfigura, a través de nuevos y dolorosos caminos. En la medida en que la violencia sucia y el terror destruyen el sentido de lo amado, la gente se esfuerza por recrearlo a través de la resistencia, el respeto mutuo, el humor, la ironía, la esperanza y la voluntad.

Para nuestros pueblos originarios la trampa positivista del progreso se evade con recelo y audacia. Han desplegado lo que podríamos llamar su dimensión utópica. Es decir, trabajan para construir ese futuro que ya es nuestro. Reiteran un proyecto de una vida digna para todos. Proponen un mundo en que nadie los venga a cuidar ni a representar. Quieren diseñar y aplicar sus propios proyectos para salir de la pobreza en que vivimos, sin necesidad de ser dependientes, ni de pedir permiso o autorizaciones. Una nueva relación con sus gobernantes porque así nos respetan y los respetamos, nos obedecen y los sabemos obedecer.

Estas comunidades del sureste de México son una muestra de una reconstrucción en todos los sentidos: casas, economías, definiciones personales y culturales. Lo que se va a crear nunca podrá ser igual a lo que existía. La inspiración en un socialismo milenario se palpa en cada acto. A las personas que realizan labores organizativas en los trabajos comunales no se les llama autoridades, sino “Gente con trabajo” (ayteya’tel). Se subraya así que su función no es mandar, sino servir. Quien obedece la palabra dada por la comunidad, “obedece la palabra que manda trabajo colectivo”. Ch’ujun significa no sólo obedecer sino también creer en lo que se hace. Las autoridades elegidas no obedecen en forma superficial sino que creen y realizan el “acuerdo” comunal. En ello opera “la palabra” como cosa santa. Los cargos imponen rotación y un constante ir y venir en la consulta colectiva.

El que ha desempeñado diversos cargos de manera eficiente y ha cumplido con los “acuerdos” se les reconoce con el calificativo de “Principal”. Los Principales tienen trabajos civiles y espirituales al mismo tiempo. En algunas ocasiones, ayunan y reflexionan todo el día como parte de un proceso para resolver una dificultad. Por ello un habitante del pueblo de Guaquitepec señala: “Si no honramos a los principales, no será el pueblo un solo corazón y empezaremos a pelear entre nosotros”.

Los principales igualmente trabajan como peones, en las faenas comunitarias. La comunidad cuida la integración, la protege con virtudes, la santifican. El egoísmo es un sin sentido ya que es la forma de quedarse solo. El individuo tiene que estar con la comunidad y estar contra ella es como estar contra sí mismo.

En ellos existe la categoría: “ver lo bueno”, “ver lo bueno de los compadres, de los ancianos, de todos aquellos con los que no queremos pelearnos o estar mal”. Son formas de relación personal ritualizadas, referenciales de lo sagrado. Estas formas fortalecen las dinámicas comunitarias de solidaridad. Antonio Paoli da un ejemplo de estas relaciones personales en el diálogo de despedida de dos comadres:

- Que tengas el poder de mirarte a ti misma permanentemente. Cuida bien a los niños, mira bien a los niños que ellos sólo están felices.

- Está bien, comadre, gracias.

Esta “extraña” despedida quiere subrayar la gran diferencia de conceptos que tienen los tzeltales en relación con el mundo occidental. No se le dice a la comadre que esté bien, sino se desea que aplique el mecanismo para estar bien, y eso es verse a sí mismo, conocerse. Relaciones de cortesía como esta con frecuencia hace que los encuentros personales sean agradables y la comunidad se fortalezca. La visita lleva a la inmediata comida y la despedida a un obsequio. El respeto es una forma de estrechar vínculos, de prever conflictos. La falta de él herirá y entorpecerá diversos procesos comunales. Estiman que “si no hay un medio ambiente de paz, tampoco habrá respeto entre nosotros y el respeto es lo verdaderamente nuestro, nuestro derecho a la vida profunda”.

Cuando ocurren las desavenencias se apela a un mecanismo denominado Ch’abajal, el cual supone un proceso para pasar de la tensión a la relajación, de la enemistad a la fraternidad, de la bulla al silencio. Puede ser un proceso entre dos personas, entre dos o más familias, entre comunidades distintas. Implica la voluntad de reintegrarse, de dejar atrás los agravios, los malos entendidos. En nuestra idiosincrasia sería: Volvamos a amigarnos.

Otro elemento cultural caracterizador de estas comunidades es el Ts’ikel cuya mejor traducción es tolerar. Se suele decir: “No podemos arreglar los problemas de la comunidad sin que alguien tolere a otros. (...) Hay que aguantar y esperar el momento de actuar con sensatez, porque estamos mejor dispuestos para aceptar nuestras propias faltas cuando vemos que el otro ha tolerado nuestras impertinencias”

El ts’ikel está unido al sujtesel co’tantic (“el regreso a nuestros corazones”). Esta connotación va más allá del “perdón” cristiano. En algunas oportunidades cuando alguno o algunos protagonistas de un conflicto no pueden realizar el “juicio de regreso al corazón” puede recibir castigos de la comunidad. Podría permanecer amarrado a la intemperie por varios días con sus noches, sin comer ni beber, hasta que entre en razón.

Actúa en los conflictos la organización comunal buscando la causalidad. “Desde el principio tenemos que ver la causa de la dificultad”. Se busca “arreglar la complicación que se ha iniciado y de esta manera eliminarla”. No es necesario firmar un acta, “lo que sí es verdaderamente importante es reunirse. En estas reuniones se lleva también a los niños para que vean el problema y que sepan que eso no puede volver a suceder otra vez”. Se trata, a como dé lugar “regresar a nuestros corazones porque así nace la vida (...) el ambiente de paz regresa otra vez porque ya somos un solo corazón”.

Para estas comunidades, la vida que es el espíritu, requiere de la integración comunitaria, de un ordenamiento social con sus regularidades y sus reglas, de la autoridad moral que la comunidad ha depositado en los principales, así como de múltiples articulaciones entre la familia, entre familias, entre compadres y amigos, entre los trabajos que se intercambian para formar una integración colectiva.

Para ello se apela a estas actitudes virtuosas, se teoriza sobre ellas, se practican, se ritualizan, para constituir un conocimiento aplicado sistemáticamente, controlado mediante el discurso y la observación social, que no atañe sólo a los adultos. Una moral social donde también los niños son copartícipes del regreso del corazón para conformar la vida del espíritu. El sentido de estas prácticas se expresa como la búsqueda de un lelkilcuxlejal (la buena vida).

El acceso a la tierra y el uso del ecosistema pasan por los valores y las regulaciones de la comunidad, por sus trabajos, por sus arreglos, su cooperación y su justicia. Si desaparece el trabajo común y el sentido colectivo de la tierra inevitablemente desaparecerán estas formas de ser y de pensar. El nosotros predomina no sólo en el hablar, sino también en la vida, en el actuar, en la manera de ser del pueblo.

Esta combinación de rebeldía de la otredad penalizada y la organización colectiva sin mediciones ni jerarquías, con mandatarios revocables, sumados a la convicción de que las estructuras de poder reproducen siempre las otredades, da una validez universal y le permite formular un nuevo horizonte. Es allí donde la sociedad occidental no tiene respuestas y donde las que aventuró Europa del Este tampoco aportaron solución.

En estas “reconstrucciones” se han reforzado la fiesta como concepto necesario. En las comunidades indígenas, las tradiciones festivas son una especie de motor que impulsa plazos, que crea compromisos: vista socialmente la fiesta es un calendario –un reloj y un programa de trabajos– que relaciona íntimamente las temporadas y quehaceres del año agrícola. Estas tareas estipuladas en “el plan” miden y delimitan su propio tiempo y les da un sentido no sólo religioso: sirven para “volver al corazón, es decir, bajo lo lúdico se resuelven querellas o contradicciones internas en el seno del pueblo.

Uno de los signos más relevantes de esta lucha por encontrarse a sí mismos es la búsqueda de una salida política y social ante la cultura del “progreso”. Por ello refuerzan “el darle peso a la “palabra”, se intenta con esta práctica recuperar el valor de las personas, donde los compromisos tengan el valor que les confieren las personas. Se procura crear un equilibrio entre la historia, la tradición (lo que permanece) y lo que aparece renovado en la transformación continua.

Alfredo López Austin define la situación de este modo: “Una vida en la que se parte del individuo, pero porque representa un gran valor dentro de su comunidad. Considerando que dentro del conjunto de sus tradiciones, su sentido de colaboración es un valor importante, algo contrario al desgaste del individuo en la sociedad neoliberal. No es lo mismo atomizar que individualizar”. El modelo que puede surgir es que el individuo vale porque no está aislado sino potenciado por su pertenencia a distintos órdenes sociales.

La lucha de los pueblos indígenas se inscribe en una perspectiva histórica de largo alcance que les permite vislumbrar la posibilidad de modos de organización social distintos. Obligados por los constantes desplazamiento, despojos de sus tierras, enfrentamientos entre sí y después a convivir, las comunidades refuerzan sus prácticas de relación consensual, aprenden a concebir la diversidad sin jerarquías y respeto por el otro. Tejen redes de resistencia muy horizontales. Tradición y realidad se combinan para ir construyendo la utopía de un mundo en el que quepan muchos mundos como una modalidad posible y diferente.

Frente a una generación marcada por el manualismo, incapacitada estructuralmente para crear nuevas culturas política, nuestros pueblos originarios dan muestras de Otra forma de ver la vida. Inspirarse en lo propio es descubrir los orígenes, mirando el pasado con rostro de futuro.

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