domingo, 19 de julio de 2009

A 33 Años de la Caida del Comandante Mario Roberto Santucho.

Nota de tapa
Cómo cayó el guerrillero que jugaba al ajedrez con la Historia

La trama oculta de una persecusión que culminó hace exactamente 33 años en un edificio de Villa Martelli
Por Ricardo Ragendorfer

Corría la noche del 20 de octubre de 1975. Dos semanas antes, el presidente provisional Italo Luder había firmado los decretos 2770 y 2771, que extendían a todo el territorio nacional las facultades represivas del Ejército en Tucumán. Y ahora, en un oscuro despacho del Edificio Libertador, los coroneles Alfredo Valín y José Osvaldo Riveiro, quienes encabezaban el Batallón 601, oían con atención las directivas impartidas por el titular de la Jefatura II de Inteligencia, general Carlos Alberto Martínez.

En tales circunstancias, éste se permitió una confidencia, no sin antes exigir la máxima reserva por parte de sus interlocutores. Los coroneles juraron ser una tumba. Ello bastó para que Martínez revelara la existencia de un equipo operativo que –a espaldas de los otros comandantes– ya se encontraba trabajando con exclusividad en una misión crucial: capturar al líder máximo del ERP, Mario Roberto Santucho. Según sus propios dichos, semejante trofeo consolidaría de manera tajante el liderazgo del Ejército en el seno de las Fuerzas Armadas. Finalmente, agregó:

–Puse al mando de esto a uno de mis mejores hombres.

En ese instante, extendió una carpeta. Era el legajo del hombre en cuestión. En la primera hoja estaba su foto. Riveiro no tardó en reconocer ese rostro ligeramente perruno; se trataba del capitán Juan Carlos Leonetti, quien había sido subordinado suyo.

Martínez, entonces, anunció:

–A partir de ahora, el capitán trabajará con ustedes en forma conjunta.

Sin chistar, los coroneles asintieron con un leve cabeceo.

Poco después, mientras regresaban al edificio de Viamonte y Callao, Balita –tal como en el Batallón 601 se lo conocía a Riveiro– soltó:

–Ese muchacho es un protegido del Comandante en Jefe.

Valín se mostró asombrado, y quiso saber más.

El otro, entonces, explicó que el general Videla y el capitán Leonetti eran oriundos de la ciudad bonaerense de Mercedes. Allí, el padre de Videla había sido subjefe del Regimiento 6 de Infantería.

Y el de Leonetti, uno de sus oficiales. Las dos familias vivían a dos cuadras de distancia, frecuentaban el mismo círculo social y los domingos coincidían en las misas de la basílica Nuestra Señora de las Mercedes. El futuro dictador incluso solía sentar al capitán sobre su falda, cuando éste, claro, era sólo un niño. Y ahora, luego de casi seis lustros, Videla había colocado a Leonetti bajo su ala. Balita concluyó su exposición con una velada advertencia:

–El Comandante en Jefe tiene muchas expectativas puestas en él.

Valín no dijo nada al respecto.

El último guevarista. Por esos días, el jefe del ERP había regresado del monte tucumano para establecer su cuartel general en una quinta ubicada en la localidad bonaerense de San Martín.
Durante el atardecer del 25 de octubre, un hombre se dirigía hacia aquel lugar al volante de una vieja Estanciera. Se trataba de Juan Mangini, más conocido como Pepe. Era nada menos que el responsable de Inteligencia del ERP.

Santucho lo recibiría con los brazos abiertos. Su entusiasmo era genuino. El visitante gozaba de toda su estima. Pepe, a su vez, sentía por Santucho algo parecido a la admiración. En parte, porque no tenía dudas de que el Robi –como todos le llamaban– jamás impartiría una orden que él mismo no pudiese realizar. También le atraía su mirada casi siempre penetrante, aunque, por momentos, huidiza. Como si la naturaleza blindada de sus creencias entablara un combate con su irremediable timidez. Pero sobre todas las cosas valoraba su capacidad de persuasión. Cuando la ejercía, Santucho se mostraba muy cálido. En tales ocasiones no escatimaba tiempo para desarrollar sus argumentos. Lo hacía con un despacioso tono norteño, arrastrando alguna erre. Y daba énfasis a sus dichos con la palma de la mano hacia arriba, uniendo el pulgar con el resto de los dedos. Incluso no le molestaba ser interrumpido. Hasta simulaba dudas para que sus interlocutores expusieran alguna discrepancia o, simplemente, les pedía una opinión, y luego volvía nuevamente a la carga con su demoledora elocuencia.

Ahora, en cambio, lo notaba preocupado.

Una mujer joven les acercó un termo para tomar mate. Ambos esperaron a que ella se retirara.
Recién entonces, Santucho comenzó a trazar un inquietante análisis sobre la coyuntura. Al hacerlo, despejó de un manotazo el mechón rebelde que siempre le caía sobre la frente. En resumidas cuentas, dijo que las manifestaciones masivas ocurridas tres meses antes en Córdoba y Buenos Aires –las que en su momento lo habían impresionado lo suficiente como para asegurar que la ola revolucionaria no se detendría– ahora sólo eran un bullicioso recuerdo, mientras sus principales dirigentes eran encarcelados. A este punto, el Robi volvió a despejar su mechón.

Pepe lo miraba sin abrir la boca.

Entonces, el jefe del ERP lanzó una frase, por demás, ilustrativa:

–Si no reaccionamos a tiempo, podemos quedar pedaleando en el aire.

Amplió esa idea, sosteniendo que la progresiva desmovilización de la clase obrera podría dejar a la guerrilla girando en el vacío. Dicho de otro modo: sin un avance geométrico de la lucha de clases, la imagen de un enfrentamiento puro entre dos aparatos militares terminaría por teñir de una manera negativa la visión pública del asunto.

Pepe lo seguía mirando, pero ahora con impaciencia.

En ese instante, el Robi abordó la situación del foco guerrillero instalado en Tucumán. Y su lectura al respecto tampoco derrochaba optimismo. La cuestión –según sus propias palabras– era que la Compañía de Monte del ERP se hallaba empantanada, sin que se cumpliera la predicción de que los campesinos de la zona terminarían sumándose a la lucha armada.

Sabía de lo que hablaba.

Apenas unos días antes, él mismo se había visto obligado a abandonar su comandancia, emplazada a sólo 35 kilómetros de la capital provincial, frente a la inminencia de un ataque enemigo. Lo cierto es que el Ejército tomó por asalto esa posición a las pocas horas de que él la evacuara junto a los integrantes de su Estado Mayor. Santucho no ocultaba su aflicción ante semejante fracaso. Y ello hasta se le notaba en el semblante.

Mangini lo observaba por el rabillo del ojo. El Robi tenía los suyos clavados en un punto indefinido. Y persistía en su silencio.

Recién entonces, Pepe extendió una hoja hacia él. Era una copia del legajo de Leonetti con su foto. El jefe de los espías revolucionarios lo había obtenido a través de un compañero infiltrado en el Ejército. Acto seguido, resumió la misión asignada a ese hombre.

Santucho no mostró asombro. Su actitud exhibía cierta terquedad; como si intentara digerir el dato recibido calculando al mismo tiempo sus próximos pasos.

En aquel instante se desató una lluvia torrencial.

Los duelistas. Durante el mediodía del 19 de julio de 1976, Santucho se encontraba en el cuarto piso del edificio situado en la calle Venezuela 3149, de Villa Martelli. Tenía previsto partir en unas horas hacia La Habana junto a su mujer, Liliana Delfino. Allí también estaba otro integrante del Buró político del PRT, Benito Urteaga, su hijo de dos años, y Ana María Lanzillotto, esposa del jefe guerrillero Domingo Menna, quien había salido de aquel departamento unas horas antes.
Para el ERP, los últimos meses habían sido funestos. En diciembre del año anterior, las delaciones efectuadas por un infiltrado del Ejército –el Oso Ranier– propiciaron importantes bajas en la estructura militar de la organización; entre ellas, la de Juan Eliseo Ledesma (comandante Pedro), nada menos que el jefe del Estado Mayor guerrillero. A ello se le sumó –también por la acción de Ranier– el calamitoso epílogo del ataque al Batallón de Monte Chingolo. Su saldo: 53 combatientes y seis militares muertos. La milicia de Santucho jamás pudo sobreponerse a esa derrota. Y por esos días, en Tucumán, la Compañía del Monte sufriría su declinación definitiva.

Casi tres meses después, cuando ya corrían las horas iniciales de la dictadura, el Robi salvaría su vida cuando un grupo de tareas del Ejército asaltó a sangre y fuego una quinta de Moreno durante un cónclave del Comité Central del PRT. El saldo: 12 muertos; entre ellos, el capitán Pepe y otros tres miembros de la dirección nacional. Tal vez en medio de esa batalla, Santucho haya reparado en el rostro perruno de uno de los atacantes, sin imaginar que se trataba precisamente de Leonetti.
Ahora, exactamente a las 14.30 de aquel lunes nublado y frío, tampoco llegaría a imaginar que éste, junto con otros cuatro tipos, descendía de un auto sin patente que, con sumo sigilo, frenó junto al edificio de la calle Venezuela.

Horas antes había sido detenido el Gringo Menna. Una versión sostiene que en su poder habría sido encontrada una factura de farmacia con la dirección de aquel departamento. Es posible que la patota del Ejército no sospechara que allí estaba nada menos que el hombre más buscado de la Argentina. Lo cierto es que los acontecimientos se precipitaron de un modo vertiginoso.

Primero fue un timbrazo, seguido por la voz del encargado: “Soy Daniel”, fueron sus únicas palabras. Al entornarse la puerta, se asomaron los ojos azulados de Liliana. El portero corre hacia las escaleras. Ella grita: “¡Es el Ejército!”. Al mismo tiempo intenta trabar la puerta. Se oye un vozarrón: “¡Ríndanse, hijos de puta!”. El Robi corre hacia la ventana, a la vez que manotea una legendaria pistola obsequiada por Salvador Allende. Uno de los intrusos irrumpe apuntando su cabeza. Pero, al reconocer el perfil aguileño del hombre que está a punto de asesinar, vacila. Ello le cuesta la vida.

Sus acompañantes acribillarían a Santucho y, luego, a Urteaga. Las dos mujeres serían llevadas a Campo de Mayo. Ana María estaba embarazada de 8 meses. Actualmente continúan desaparecidas, al igual que el Gringo Menna. La mujer de Urteaga, Pola, recuperaría a su hijo unos meses después. Y se exiliaría en Nicaragua.

Mario Roberto Santucho murió sin perder su último duelo.

Marcela Santucho: “Un día aparecerá su cuerpo”

Es la segunda hija de las tres que tuvo Mario Roberto Santucho con Ana María Villarreal. A casi 37 años de la Masacre de Trelew donde fue fusilada su madre, a 33 del secuestro de su padre, y a uno de su regreso del exilio, habla con Miradas al Sur sobre la búsqueda del cuerpo de su padre.

Por Gabriela Juvenal
gjuvenal@miradasalsur.com

Marcela (46) es la segunda hija de las tres que tuvo Mario Roberto Santucho con Ana María Villarreal. A casi 37 años de la Masacre de Trelew donde fue fusilada su madre, a 33 del secuestro de su padre, y a uno de su regreso del exilio, habla con Miradas al Sur sobre la búsqueda del cuerpo de su padre.

–¿Cómo era el día a día con tu familia?

-Cuando mis padres estaban en la clandestinidad, nos dejaron con mi abuela paterna. Pero no son mis mejores recuerdos porque yo siempre los extrañaba. Después logramos vivir con mi papá, cuando muere mi madre, hasta fines del ’75. Tengo lindos recuerdos de cuando vivíamos con los compañeros del PRT-ERP; se vivía en un ambiente muy jovial y de solidaridad. A nosotras nos educaron contra toda opresión, a prestar los juguetes y todo.

–¿Cómo era tu relación con tu madre, Sayo?

–Siempre me dio mucha fuerza. Decía que si pasaba algo, teníamos que ser fuertes, porque estaban en algo que podía tener consecuencias graves. Nos inculcaba los valores de la lucha contra la injusticia. Era tierna, buena, dócil, delicada. No era tosca. No era de hablar mucho. Escuchaba. Ya presa, la extrañábamos mucho.

–¿Y con tu padre?

–Fue alguien que nos educó sin pegar. Quizá lo máximo que hizo fue retarnos y alguna penitencia. Yo era muy cariñosa con él. Una vez, no sé por qué me puso en penitencia, y al rato volvió a hablarme. En ese momento, ví que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Es que él sentía el pesar de que yo era huérfana de madre. Me quedó muy marcado. También, lloramos juntos cuando en el ’74 nos cuenta que iba a venir otra mujer…

–¿Cómo fue?

–Imaginate, más con el complejo de Edipo que siempre tuve. Nos dice que ese día vendría su nueva pareja a un asado. Las tres lloramos por nuestra madre. Y él también. A Liliana ya la conocíamos porque llegó a estar presa con mi mamá en el Buque Granaderos. Tenía, como toda madrastra, que llevarse bien con nosotras. Ese día cayó Benito Urteaga, que aún no tenía hijos, y me dice: “¿Estás celosita, vos?” Me contenía, me sonreía.

–¿Qué cambiarías en la lectura del pasado ?

–Que cuando se dice “por algo será” refiriéndose al horror de la dictadura, se diga “por qué será”. Igual, creo que hay más interés de la juventud en conocer, y ya no en la teoría de los dos demonios.

–¿Imaginaste que un presidente mostraría interés en encontrar el cuerpo de tu padre?

–Sinceramente no. Y, aunque me dicen que el Gobierno tiene problemas, es capitalista y todo eso, nadie nunca había firmado nada por mi padre.

–¿En qué quedó esa promesa?

–El decreto exige a los responsables que entreguen el cuerpo. Mi tía Blanca volvió a hablar con Cristina pero no hubo avances. Salió en los diarios y eso es bueno porque ayuda a que aparezcan testigos. Si habla un colimba, por ejemplo, no tendría problemas judiciales.

–Existe la versión de que el cuerpo estuvo en el museo de la subversión de Campo de Mayo, y que habría permanecido allí hasta 1996.

–Sí, pero no hay seguridad. El diploma de contador público de mi papá sí estuvo expuesto; se le pidió a Balza, y lo entregaron a mi hermana. Que tienen el cuerpo, seguro. Hay firmes testimonios de que alguien vio al cuerpo junto al de Urteaga en una cámara frigorífica.

–¿Qué hay de la causa?

–La retomamos, hay avances y creemos que el año que viene habrá respuesta. Hemos cambiado de abogados y de juzgado; tenemos a Pablo Llonto, más la ayuda de los ex PRT-ERP. Además, pasaron ya 33 años, los militares siguen envejeciendo y ya no tiene sentido seguir escondiendo a mi padre y a Urteaga como trofeo de guerra. Yo estaré involucrada en el juicio hasta las últimas consecuencias.

–¿Cuáles son las principales dificultades?

–El silencio de los militares. Y las mentiras.

–¿Ejemplo?

–Hay uno que afirma en la revista Tres puntos que los cadáveres llegaron a Campo de Mayo pero cuando lo citamos dijo que no sabe nada. El general Federico Verplaetsen dice, casi como los alemanes, que nunca vio ingresar ni muertos ni detenidos. El comandante de Institutos Militares, Santiago Riveros, dice que no existió ningún secuestrado allí. Después tenemos al ex colimba Juan Noselli que vio a través del soldado Barletta dos cadáveres en refrigeración en el Hospital de Campo de Mayo, uno era el de mi padre y otro de Urteaga. Después Carlos Españadero, del Batallón 601, que guarda secreto militar a pesar de que dio la entrevista a esa revista. Tenemos que hubo otro Museo de la Subversión del Ejército en Palermo. Después, bueno, esas versiones que dicen que Leonetti lo habría decidido por su cuenta, como que también le echan la culpa a Domingo Mena a quien encima lo torturaron por 8 meses, dicen que le sacaron un ojo y una mano. También la versión del recibo de la farmacia con la dirección donde estaba la cúpula del PRT-ERP. Tenemos escritores de derecha como Martín Andersen y Eugenio Méndez, que es de la Side, que dicen cosas, carne podrida, para desviar la verdad.

–Como cuando culpan a Montoneros...

–Claro, no lo creemos. Ellos culparon a dos o tres personas que estaban en el exilio y que después volvieron; si hubieran sido infiltrados se hubieran ido a Miami. Tanto Montoneros como PRT-ERP luchaban por un objetivo y el enemigo en común siempre dividió aguas.


Cuestiones de familia

Por Julio Santurcho

El nombre de mi hermano Robi está íntimamente ligado a la historia del PRT, en cuya fundación participó y, a partir de 1970, condujo. Afortunadamente, en los últimos años se han publicado trabajos sobre las experiencias de la guerrilla marxista de los años ’70, incluido Los últimos guevaristas, que reedité recientemente. En esta breve nota prefiero referirme a mi relación con Robi, fundamentalmente hasta que cumpliera sus 25 años (1961), cuando puede situarse su entrega de cuerpo y alma a la militancia revolucionaria. Soy nueve años menor. Salvo en la temprana infancia (recuerdo algunas peleas por el dulce de leche), siempre mi hermano tuvo una actitud paternal hacia mí. Me hacía rezar antes de dormir. Cuando quise entrar al seminario, se opuso; pero cuando decidí salir también se opuso, porque le parecía buena idea tener un cura revolucionario en la familia. Robi era un muchacho extrovertido, buen deportista y bailarín: jugaba al fútbol, al básquet, al ajedrez. En el secundario no se destacaba por sus notas, sino por su vida social. Durante el servicio militar fue seleccionado para jugar en el equipo de básquet de la Escuela de Aviación de Córdoba que competía en el campeonato local; fue dragoneante y campeón de tiro. Entonces empiezan a despertarse sus inquietudes políticas. Tuve oportunidad de compartir largas horas de lecturas y discusión, porque yo también vivía en Córdoba. Ya en esa época Robi devoraba todos los libros que caían en sus manos. Recuerdo su indignación por el hecho de que su condición de colimba le impedía votar en las elecciones. Era distraído y generoso. Siempre se olvidaba algo en el ómnibus porque su concentración en la lectura o en sus pensamientos lo hacía bajarse precipitadamente, varias paradas más allá de su destino. Cuando volvió a Tucumán para seguir sus estudios de ciencias económicas, se metió de lleno en la militancia estudiantil. Meneco Taboada, compañero de Robi en un equipo de básquet, recuerda que mi hermano le consiguió una invitación para cantar y ganarse unos mangos en Tucumán. Hace poco, tomando un vino conmigo, Meneco me dice “tu hermano era terriblemente generoso. Esa noche se largó a llover y bajó la temperatura. Al separarnos, como yo tenía frío, se sacó la campera y me la regaló. Nunca me olvido de eso”. Esta semana no puedo dejar de recordar su fanatismo por Estudiantes de La Plata. En 1968, al regreso de su segundo viaje a Cuba, vino a visitarme a Galicia, donde yo estaba estudiando. Ese día jugaban Estudiantes y Manchester la final de la copa intercontinental. La televisión española no daba bolilla al partido; Robi me convenció de que nos fuéramos hasta Vigo para seguir de cerca el resultado. Cuando la teletipo de un diario local vomitó el 1 a 1 que daba la copa a Estudiantes, nos abrazamos y nos fuimos a festejar al puerto. Luego vinieron las discusiones apasionadas sobre marxismo y religión, algunas de las cuales se conservan en forma de carta, mi retorno al país y mi ingreso al partido. Como muchos otros, no pude resistir a su implacable poder de convicción.

* Hermano de Mario Roberto y ex dirigente del PRT

Miradas al Sur



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