martes, 27 de noviembre de 2007

El sacerdote que puede ir preso por resistir un desalojo rural

Es el cura párroco de un pueblo cordobés. Un tribunal lo juzga por desalambrar una propiedad. Aquí explica por qué lo hizo.

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Carlos Julio Sánchez está enjuiciado junto a diez campesinos.
Por Darío Aranda
desde Serrezuela, Córdoba
Turismo,
monocultivo de soja, ríos caudalosos y sierras arboladas son postales
recurrentes de Córdoba. Nada de eso existe en Serrezuela, al norte
provincial, pleno desierto cordobés, con una sensación térmica que
supera los 40 grados, humedad asfixiante, sequías –la última lluvia
cayó hace ocho meses– y pobreza como regla. El Movimiento Campesino de
Córdoba (MCC) tiene presencia en la zona, con centenares de familias
organizadas que resisten desalojos empresarios, exigen justa
distribución del agua y luchan por mantener su forma de vida ancestral.
Uno de sus más estrechos colaboradores es el párroco local, Carlos
Julio Sánchez, de 41 años, formado con la Teología de la Liberación,
libros de Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz. Junto a la
organización, resistió el avance de un empresario sobre tierras
familiares, fue denunciado –junto a diez campesinos– y ahora afronta un
juicio por “daño calificado agravado por delito en banda”, con una pena
de hasta cuatro años de cárcel. En el patio de la parroquia, debajo de
un árbol centenario y a la espera de la sentencia, parece tranquilo,
serio, habla pausado, viste una remera con la leyenda “Ni un metro más.
La tierra es nuestra” y comparte un mate recién preparado.
“Para
un campesino, la justicia es la policía de la zona, que criminaliza la
pobreza, la protesta y la organización de las familias. Hay una gran
desprotección. Pero a partir de la organización ha crecido la
concientización, y las familias campesinas luchan para que se les
respeten sus derechos, ponen el cuerpo en la defensa de su tierra,
protegen su forma de vida”, explica el cura.
Y cuenta cómo
fueron los hechos por los cuales ahora está imputado. “El 5 de febrero
de 2005 había reunión de delegados, hacía un calor asfixiante, más de
40 grados, viento caliente. Había pasado más de un mes del alambrado en
las aguadas y los animales no podían tomar agua. Los Loyola estaban
desesperados, plantearon el caso en la reunión y pidieron ayuda para
sacar el alambrado y abrir paso a los animales. Y así se hizo”, resume
el cura Sánchez, que visita las comunidades a diario y aporta sus
dibujos en cartillas, periódicos y afiches del MCC. “Pero el empresario
hizo la denuncia en la policía, la elevaron a Fiscalía e imputaron, con
rapidez meteórica, a diez miembros del MCC y a mí”, explica y mueve la
cabeza, en gesto de desaprobación.
Las
familias campesinas suelen padecer presiones de empresarios para
abandonar sus parcelas. Radican denuncias, pero escasas veces las
causas prosperan. El MCC, que forma parte del Movimiento Nacional
Campesino Indígena, detalla que sólo en el norte de Córdoba afrontan un
centenar de conflictos, con cerca de 100.000 hectáreas en disputa. “Ha
habido algunas intervenciones de la Justicia, muy pocas, donde ha sido
favorable a las familias ancestrales, por lo cual quiero pensar que la
Justicia funciona, pero hay muchos eslabones de esa cadena que bloquean
todos los derechos de los más pobres. Es una situación similar al poder
político, al que no le cae nada simpático tener que dialogar con
interlocutores tan incómodos como el MCC, porque los políticos están
acostumbrados a sentarse con otros, como los empresarios sojeros o
ganaderos que, justamente, son quienes pretenden las tierras
campesinas”, explica el párroco.
Durante
las audiencias del juicio, realizado la última semana, el Movimiento
Campesino de Córdoba reivindicó el corte de alambres como “ejercicio
legítimo del derecho a la tierra de las familias” y remarcó que
desalambrar “no constituye delito en el marco que fue realizado”.
El
mate caliente acentúa el calor, pero el cebador no se detiene. Es
sábado a la tarde y una melodía de cuarteto comienza a hacerse escuchar
desde una casa vecina. El cura sigue el ritmo con el pie y parece
esperar la pregunta maldita:
–¿Qué sucede si la Justicia los condena?
Detiene
el movimiento rítmico de su pie, deja el mate en el piso y busca entre
sus dibujos un escrito. Extiende su brazo y comparte el papel. Es un
comunicado del MCC, que en su parte superior resalta en color: “No es
justo que las familias campesinas paguen con su tierra, con represión y
persecución el negocio inmobiliario que se realiza con complicidad de
funcionarios de la Justicia y del poder político”. Mira fijo a los ojos
y nombra a los otros diez imputados, siete hombre y tres mujeres.
“Estamos acusados por defender la vida campesina. Para algunos eso
pareciera ser un delito”, denuncia y se produce un silencio incómodo,
de esos que preceden una mala noticia. Pero el cura retoma la palabra,
vuelve a reivindicar la organización de las familias y, por primera vez
en la tarde, sonríe: “Ya no es una vergüenza llamarse campesino, es un
orgullo que se grita y se canta, se pone en afiches y banderas. Ese es
nuestro triunfo”.
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