Dar vuelta la soja
Rebautizo para piquetes y lockouts. Los motivos de enojo de las entidades “del campo”. Broncas añejas. El reclamo por pequeños y medianos, las promesas oficiales. La camiseta de un sojero del interior y sus bemoles. Un mercado que no es mercado, una cadena despareja. Más una vindicación de la caja y de las opciones políticas.
Imagen: DyN
Por Mario Wainfeld
Un lock out se nombra con la proletaria expresión “paro”. Un corte de rutas expandido se bautiza “tractorazo”. Se llama “campo” al conjunto de entidades representativas de los productores, excluyendo tácitamente del pronombre colectivo a los castigados asalariados. Hay pactos implícitos entre sectores corporativos y muchos medios de difusión que denotan la imbricación entre el poder y el manejo del lenguaje, como predicaron Lacan y Humpty Dumpty.
Cuando los trabajadores –ocupados o desocupados– apelan al piquete o a la huelga, proliferan como hongos los reproches a la falta de imaginación de la protesta y los cálculos a mano alzada sobre los costos económicos de la acción. Cuando obran así corporaciones más presentables, se soslayan. Sin embargo, a ojito, da la impresión que un lock out no es muy inventivo. Y que cortar rutas en la Argentina no es el colmo de la creatividad. Pero son pocos los que registran minucias.
Cuando se levantan los productores se decide que su bronca prueba que tienen razón. No es igual con la crispación de los camioneros o los petroleros de Santa Cruz.
Cuando las entidades agropecuarias limitan la libertad ambulatoria, los diarios de negocios o tribunas de doctrina abandonan su estribillo favorito, aquel que reza que “los derechos de uno terminan donde empiezan los de los demás”.
El cronista preconiza la tolerancia a las medidas de acción directa y de ocupación del espacio público, modalidades inherentes a una democracia plena. El jurista Roberto Gargarella suele añadir un matiz profundo, que va contracorriente: a mayor desposesión del reclamante, mayor debe ser la tutela legal. En el sentido común mediático, la jerarquía valorativa funciona al revés: los tractorazos (como los numerosos cortes emprendidos por sectores medios y altos) tienen mejor reputación que los piquetes encarnados en cuerpos sufrientes.
- - -
La caja se la banca: La fijación de retenciones móviles por cuatro años, pregona el Gobierno, cumple un reclamo de las entidades representativas de productores agropecuarios (a las que, para ahorrar espacio, llamaremos “el campo”, encomillado).
El Gobierno (suele sucederle) tiene razón en las grandes líneas y su punto es más controversial cuando se llega a la sintonía fina. La política económica del kirchnerismo es un combo (bastante simple) de intervenciones estatales. El dólar competitivo, la relativa (comparada con países limítrofes) baratura de los combustibles líquidos no son obra de la gracia divina, sino decisiones de política pública. Para concretarlas, bien o mal, hace falta dinero. La devaluación y la licuación de las deudas de fin del siglo pasado de los productores fueron maná para un sector que se atribuye todos los méritos de una época impar, a la que el esfuerzo colectivo y la acción estatal aportaron una cuota determinante.
Es habitual en estos días despotricar contra el afán fiscal de “hacer caja”. Las palabras, nuevamente, juegan su rol. La palabra “caja” destituye, huele a turbio. Vaya para ella un desagravio modesto: hace bien el Gobierno en tratar de recaudar mucho, que es su modo de generar poder. Hace bien en acrecentar la esfera de lo público, el espacio de la política. Esa enunciación general no implica consenso con cada una de sus acciones (ni con el porcentual de las retenciones) pero el sesgo es, en la mirada valorativa del cronista, correcto.
“El campo” mira el escenario y entra en cólera, tanta que es notorio que se añejó con anterioridad. Una decisión que implica básicamente soja, trigo y maíz, levanta la reacción de los tamberos y los ganaderos. No son afectados directos, se suman por otras cuitas: actualizan malas ondas mutuas ya enquistadas. El dato muestra una endémica flaqueza oficialista, su dificultad para articular y mantener relaciones de tracto sucesivo.
“Los juntamos a todos en contra nuestro” reconocen legisladores y gobernadores oficialistas de provincias concernidas. Hermes Binner calla, diríase de modo estentóreo. Los mandobles del Gobierno dejan poco margen a quienes bregan por convivencias políticas razonables pero no por alineamientos automáticos.
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Broncas nuevas y añejas: Los productores se embanderan en nombre de sus grupos más desprotegidos: los consabidos pequeños y medianos, los más alejados de los puertos. Con mayor o menor legitimidad, la Sociedad Rural o la Federación Agraria Argentina se valen del chaqueño o el formoseño que tiene 300 hectáreas y cultiva soja, con una estructura de costos más peliaguda que Grobocopatel. Reniegan por la falta de capacidad de diálogo del Gobierno, por sus decisiones improvisadas e inconsultas. Señalan que la universalidad de las retenciones perjudica a los más débiles. Y que al fijar un precio máximo por cuatro años, se sanciona una ganancia decreciente, si se mantiene la alta cotización de los commodities: el precio está fijo pero los costos crecerán en ese lapso. Los insumos, ni qué decir. Y aun los bajísimos sueldos pagados a menudo en negro a los laburantes, tal como desmenuzó ayer Alfredo Zaiat en este diario. “Nos condenan a la convertibilidad de la soja”, aducen, sindicando al Gobierno de prácticas noventistas.
En forma más baja se acusa al oficialismo de favoritismo en pro de actores concentrados, casi todos ellos del sector industrial, un reproche que tiene su miga, aunque también remite a bregas añosas. Las aceiteras y algunos frigoríficos sacan ventajas indebidas, acusan. El diputado-lobbista aceitero Roberto Urquía acumula reproches por su doble rol, más que atendibles.
“El campo”, como casi todas las representaciones corporativas nacionales, se fragmenta en demasiadas organizaciones, de no sencilla lectura. El TEG de estos días es curioso. Las más enfurecidas contra el Gobierno son Confederaciones Rurales Argentinas y la Federación Agraria (FAA). La Sociedad Rural (SRA) y Coninagro lucen más transigentes.
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Secuencias: “Hay mucho doble discurso –fumigan desde el primer piso de la Casa Rosada—. Cuando Eduardo Buzzi (titular de FAA) viene acá, pide medidas ultraintervencionistas, como la reapertura de la Junta Nacional de Carnes y de Granos. Y después dice barbaridades porque subimos los impuestos.”
La aplicación de las retenciones móviles es defendida por el oficialismo, como un primer paso. “Nos pedían previsibilidad, la dimos. Ahora, con el escenario determinado, es el momento de articular las compensaciones y los incentivos.” El coro entona la misma melodía, en Economía y Jefatura de Gabinete. “Es cierto que los más chicos quedan más apremiados pero son tales las asimetrías internas y los márgenes de ganancia de los grandes que es imposible promover medidas que mejoren a todos”. “Lo que falta es lo que queremos conversar: el plan agrario, el plan ganadero, el plan lácteo.” La enumeración se excita: “Ahora hay que meter diálogo y gestión. Posibilitar los créditos del Banco Nación, el subsidio a los fertilizantes, los subsidios para zonas marginales”. El Gobierno redobla su relato de buena voluntad: está en gateras, juran, un reclamo sectorial: una subsecretaría para los productores regionales ya transita el último tramo del iter administrativo, antes de salir a la cancha.
“El campo” refunfuña que esas promesas jamás se honran.
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Asimetrías: Lo venimos asumiendo: “el campo” no es todo el campo, el “tractorazo” es en verdad una variante de piquete. En consonancia, el mercado (¡ay!) no es tan mercado. Las diferencias entre sectores, la concentración, los oligopolios impiden tomarse a pecho los modelos ideales del compañero Adam Smith.
Las “cadenas” unen malamente eslabones muy misceláneos: tamberos, grandes empresas lácteas, supermercados, exportadores. “Cien molinos, siete exportadoras” son el elitista embudo donde desemboca la producción triguera, según una voz prominente del Gobierno. Ya es hora de poner las manos en esa masa, preconiza. No computa el pobre desempeño del kirchnerismo respecto de la concentración económica. La tendencia es muy poderosa pero también la sustenta su obrar: pactos coyunturales sobre precios, firmados de arrebato, son más fáciles de urdir con grandes formadores de precios. Su peso relativo, su margen de ganancias, sus posibilidades de planificación a plazo largo los tornan socios más atractivos (ad hoc) que los pequeños y medianos. La contrapartida inconfesa es cimentar lo que, se supone, habría que desalentar.
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Vengan al pie: El Gobierno reconoce que queda mucho por hacerse, mas se precia de haber puesto orden, “ahora se puede discutir para adelante”. Espera el final de las medidas de fuerza para retomar las conversaciones, bajo las nuevas reglas.
Las retenciones, que persiguen fines fiscalistas y de estabilización de los precios domésticos, agregan otras funciones según el discurso oficial. Una de ellas es ir desalentando la sojización, incentivando otros cultivos que vienen siendo desplazados. El chaqueño-sojero (tan usado como emblema) podría rotar su producción pero es patente que ni lo intentará si no recibe incentivos muy tonantes. La denostada “caja” debería hacerse notar y direccionarse. Esas promesas, rezongan las gremiales de propietarios agropecuarios, jamás se honran.
Otro efecto que prevén en Economía, menos explícito, es un freno a la espiral de precios de la propiedad rural. “En estos años el valor de la tierra subió entre 400 y 500 por ciento, en dólares”, justiprecian. El impacto se traslada a los arrendamientos, que trepan por el mismo ascensor. “Hay hipocresía de los rentistas, que ganan fortunas y después hablan en nombre de los chicos”, se encocoran en derredor de Cristina Fernández.
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Superrentas: El Gobierno puso su parte con un “modelo” productivo pro exportador, manteniendo la cotización del dólar, blindando la economía contra la crisis financiera desatada en el centro del mundo.
“El campo” reaccionó avispado tras años de parálisis en los que pataleó mucho menos (y menos en grupo), se tecnificó, sacó tajada de la oportunidad.
Las virtudes de ambos no explican la superrenta actual, fundada en la exorbitante cotización internacional de los productos primarios. Dios se naturalizó argentino y agropecuario, tras una larga licencia. Brotó una renta diferencial, ajena al mérito directo de los actores, que obliga a una definición política, en alguna medida ideológica: ¿se la socializa parcialmente o es apropiada individualmente por el sector beneficiario? Casi no hay país en la Tierra, en condiciones similares, que les haga asco a las retenciones y que no las aumente, de vez en cuando. Ya se dijo, esa opción no está escrita en libros sagrados sino que depende de la postura del gobierno en cuestión. A grandes trazos, para este cronista, el rumbo señalado por el Gobierno es correcto. De ahí a suscribir su modo de negociar, de articular y de planificar media (¿cómo no usar esa módica imagen?) un campo.
Las partes volverán a negociar y es bueno que sean los representantes del pueblo, surgidos de elecciones libres, los que tengan el sabot.
El Acuerdo social o el Pacto del Bicentenario, invocados en sucesivos discursos de la Presidenta, siguen siendo objetivos encomiables sin concreción tangible, sin diseño estratégico, sin consensos que los sustenten, sin ámbitos plurales en representación y en saberes que los elaboren, refinen y debatan. Desafíos de una segunda etapa ulterior a (y cualitativamente distinta de) la emergencia del infierno, que exige destrezas diferentes, todavía no demostradas.
Rebautizo para piquetes y lockouts. Los motivos de enojo de las entidades “del campo”. Broncas añejas. El reclamo por pequeños y medianos, las promesas oficiales. La camiseta de un sojero del interior y sus bemoles. Un mercado que no es mercado, una cadena despareja. Más una vindicación de la caja y de las opciones políticas.
Imagen: DyN
Por Mario Wainfeld
Un lock out se nombra con la proletaria expresión “paro”. Un corte de rutas expandido se bautiza “tractorazo”. Se llama “campo” al conjunto de entidades representativas de los productores, excluyendo tácitamente del pronombre colectivo a los castigados asalariados. Hay pactos implícitos entre sectores corporativos y muchos medios de difusión que denotan la imbricación entre el poder y el manejo del lenguaje, como predicaron Lacan y Humpty Dumpty.
Cuando los trabajadores –ocupados o desocupados– apelan al piquete o a la huelga, proliferan como hongos los reproches a la falta de imaginación de la protesta y los cálculos a mano alzada sobre los costos económicos de la acción. Cuando obran así corporaciones más presentables, se soslayan. Sin embargo, a ojito, da la impresión que un lock out no es muy inventivo. Y que cortar rutas en la Argentina no es el colmo de la creatividad. Pero son pocos los que registran minucias.
Cuando se levantan los productores se decide que su bronca prueba que tienen razón. No es igual con la crispación de los camioneros o los petroleros de Santa Cruz.
Cuando las entidades agropecuarias limitan la libertad ambulatoria, los diarios de negocios o tribunas de doctrina abandonan su estribillo favorito, aquel que reza que “los derechos de uno terminan donde empiezan los de los demás”.
El cronista preconiza la tolerancia a las medidas de acción directa y de ocupación del espacio público, modalidades inherentes a una democracia plena. El jurista Roberto Gargarella suele añadir un matiz profundo, que va contracorriente: a mayor desposesión del reclamante, mayor debe ser la tutela legal. En el sentido común mediático, la jerarquía valorativa funciona al revés: los tractorazos (como los numerosos cortes emprendidos por sectores medios y altos) tienen mejor reputación que los piquetes encarnados en cuerpos sufrientes.
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La caja se la banca: La fijación de retenciones móviles por cuatro años, pregona el Gobierno, cumple un reclamo de las entidades representativas de productores agropecuarios (a las que, para ahorrar espacio, llamaremos “el campo”, encomillado).
El Gobierno (suele sucederle) tiene razón en las grandes líneas y su punto es más controversial cuando se llega a la sintonía fina. La política económica del kirchnerismo es un combo (bastante simple) de intervenciones estatales. El dólar competitivo, la relativa (comparada con países limítrofes) baratura de los combustibles líquidos no son obra de la gracia divina, sino decisiones de política pública. Para concretarlas, bien o mal, hace falta dinero. La devaluación y la licuación de las deudas de fin del siglo pasado de los productores fueron maná para un sector que se atribuye todos los méritos de una época impar, a la que el esfuerzo colectivo y la acción estatal aportaron una cuota determinante.
Es habitual en estos días despotricar contra el afán fiscal de “hacer caja”. Las palabras, nuevamente, juegan su rol. La palabra “caja” destituye, huele a turbio. Vaya para ella un desagravio modesto: hace bien el Gobierno en tratar de recaudar mucho, que es su modo de generar poder. Hace bien en acrecentar la esfera de lo público, el espacio de la política. Esa enunciación general no implica consenso con cada una de sus acciones (ni con el porcentual de las retenciones) pero el sesgo es, en la mirada valorativa del cronista, correcto.
“El campo” mira el escenario y entra en cólera, tanta que es notorio que se añejó con anterioridad. Una decisión que implica básicamente soja, trigo y maíz, levanta la reacción de los tamberos y los ganaderos. No son afectados directos, se suman por otras cuitas: actualizan malas ondas mutuas ya enquistadas. El dato muestra una endémica flaqueza oficialista, su dificultad para articular y mantener relaciones de tracto sucesivo.
“Los juntamos a todos en contra nuestro” reconocen legisladores y gobernadores oficialistas de provincias concernidas. Hermes Binner calla, diríase de modo estentóreo. Los mandobles del Gobierno dejan poco margen a quienes bregan por convivencias políticas razonables pero no por alineamientos automáticos.
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Broncas nuevas y añejas: Los productores se embanderan en nombre de sus grupos más desprotegidos: los consabidos pequeños y medianos, los más alejados de los puertos. Con mayor o menor legitimidad, la Sociedad Rural o la Federación Agraria Argentina se valen del chaqueño o el formoseño que tiene 300 hectáreas y cultiva soja, con una estructura de costos más peliaguda que Grobocopatel. Reniegan por la falta de capacidad de diálogo del Gobierno, por sus decisiones improvisadas e inconsultas. Señalan que la universalidad de las retenciones perjudica a los más débiles. Y que al fijar un precio máximo por cuatro años, se sanciona una ganancia decreciente, si se mantiene la alta cotización de los commodities: el precio está fijo pero los costos crecerán en ese lapso. Los insumos, ni qué decir. Y aun los bajísimos sueldos pagados a menudo en negro a los laburantes, tal como desmenuzó ayer Alfredo Zaiat en este diario. “Nos condenan a la convertibilidad de la soja”, aducen, sindicando al Gobierno de prácticas noventistas.
En forma más baja se acusa al oficialismo de favoritismo en pro de actores concentrados, casi todos ellos del sector industrial, un reproche que tiene su miga, aunque también remite a bregas añosas. Las aceiteras y algunos frigoríficos sacan ventajas indebidas, acusan. El diputado-lobbista aceitero Roberto Urquía acumula reproches por su doble rol, más que atendibles.
“El campo”, como casi todas las representaciones corporativas nacionales, se fragmenta en demasiadas organizaciones, de no sencilla lectura. El TEG de estos días es curioso. Las más enfurecidas contra el Gobierno son Confederaciones Rurales Argentinas y la Federación Agraria (FAA). La Sociedad Rural (SRA) y Coninagro lucen más transigentes.
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Secuencias: “Hay mucho doble discurso –fumigan desde el primer piso de la Casa Rosada—. Cuando Eduardo Buzzi (titular de FAA) viene acá, pide medidas ultraintervencionistas, como la reapertura de la Junta Nacional de Carnes y de Granos. Y después dice barbaridades porque subimos los impuestos.”
La aplicación de las retenciones móviles es defendida por el oficialismo, como un primer paso. “Nos pedían previsibilidad, la dimos. Ahora, con el escenario determinado, es el momento de articular las compensaciones y los incentivos.” El coro entona la misma melodía, en Economía y Jefatura de Gabinete. “Es cierto que los más chicos quedan más apremiados pero son tales las asimetrías internas y los márgenes de ganancia de los grandes que es imposible promover medidas que mejoren a todos”. “Lo que falta es lo que queremos conversar: el plan agrario, el plan ganadero, el plan lácteo.” La enumeración se excita: “Ahora hay que meter diálogo y gestión. Posibilitar los créditos del Banco Nación, el subsidio a los fertilizantes, los subsidios para zonas marginales”. El Gobierno redobla su relato de buena voluntad: está en gateras, juran, un reclamo sectorial: una subsecretaría para los productores regionales ya transita el último tramo del iter administrativo, antes de salir a la cancha.
“El campo” refunfuña que esas promesas jamás se honran.
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Asimetrías: Lo venimos asumiendo: “el campo” no es todo el campo, el “tractorazo” es en verdad una variante de piquete. En consonancia, el mercado (¡ay!) no es tan mercado. Las diferencias entre sectores, la concentración, los oligopolios impiden tomarse a pecho los modelos ideales del compañero Adam Smith.
Las “cadenas” unen malamente eslabones muy misceláneos: tamberos, grandes empresas lácteas, supermercados, exportadores. “Cien molinos, siete exportadoras” son el elitista embudo donde desemboca la producción triguera, según una voz prominente del Gobierno. Ya es hora de poner las manos en esa masa, preconiza. No computa el pobre desempeño del kirchnerismo respecto de la concentración económica. La tendencia es muy poderosa pero también la sustenta su obrar: pactos coyunturales sobre precios, firmados de arrebato, son más fáciles de urdir con grandes formadores de precios. Su peso relativo, su margen de ganancias, sus posibilidades de planificación a plazo largo los tornan socios más atractivos (ad hoc) que los pequeños y medianos. La contrapartida inconfesa es cimentar lo que, se supone, habría que desalentar.
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Vengan al pie: El Gobierno reconoce que queda mucho por hacerse, mas se precia de haber puesto orden, “ahora se puede discutir para adelante”. Espera el final de las medidas de fuerza para retomar las conversaciones, bajo las nuevas reglas.
Las retenciones, que persiguen fines fiscalistas y de estabilización de los precios domésticos, agregan otras funciones según el discurso oficial. Una de ellas es ir desalentando la sojización, incentivando otros cultivos que vienen siendo desplazados. El chaqueño-sojero (tan usado como emblema) podría rotar su producción pero es patente que ni lo intentará si no recibe incentivos muy tonantes. La denostada “caja” debería hacerse notar y direccionarse. Esas promesas, rezongan las gremiales de propietarios agropecuarios, jamás se honran.
Otro efecto que prevén en Economía, menos explícito, es un freno a la espiral de precios de la propiedad rural. “En estos años el valor de la tierra subió entre 400 y 500 por ciento, en dólares”, justiprecian. El impacto se traslada a los arrendamientos, que trepan por el mismo ascensor. “Hay hipocresía de los rentistas, que ganan fortunas y después hablan en nombre de los chicos”, se encocoran en derredor de Cristina Fernández.
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Superrentas: El Gobierno puso su parte con un “modelo” productivo pro exportador, manteniendo la cotización del dólar, blindando la economía contra la crisis financiera desatada en el centro del mundo.
“El campo” reaccionó avispado tras años de parálisis en los que pataleó mucho menos (y menos en grupo), se tecnificó, sacó tajada de la oportunidad.
Las virtudes de ambos no explican la superrenta actual, fundada en la exorbitante cotización internacional de los productos primarios. Dios se naturalizó argentino y agropecuario, tras una larga licencia. Brotó una renta diferencial, ajena al mérito directo de los actores, que obliga a una definición política, en alguna medida ideológica: ¿se la socializa parcialmente o es apropiada individualmente por el sector beneficiario? Casi no hay país en la Tierra, en condiciones similares, que les haga asco a las retenciones y que no las aumente, de vez en cuando. Ya se dijo, esa opción no está escrita en libros sagrados sino que depende de la postura del gobierno en cuestión. A grandes trazos, para este cronista, el rumbo señalado por el Gobierno es correcto. De ahí a suscribir su modo de negociar, de articular y de planificar media (¿cómo no usar esa módica imagen?) un campo.
Las partes volverán a negociar y es bueno que sean los representantes del pueblo, surgidos de elecciones libres, los que tengan el sabot.
El Acuerdo social o el Pacto del Bicentenario, invocados en sucesivos discursos de la Presidenta, siguen siendo objetivos encomiables sin concreción tangible, sin diseño estratégico, sin consensos que los sustenten, sin ámbitos plurales en representación y en saberes que los elaboren, refinen y debatan. Desafíos de una segunda etapa ulterior a (y cualitativamente distinta de) la emergencia del infierno, que exige destrezas diferentes, todavía no demostradas.
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